DE LOS AUSENTES

Un pueblo está triste;
sus hombres se van a malbaratar su sufrimiento,
dejan a mujeres y niños en manos del desconsuelo.
Su ausencia crece en casa como su barba bajo el sol,
pesa como sus entorpecidos pies sobre la tierra quemada.

Viajan por semanas y se pierden por años.
Desaparecen donde, ya de por sí, para nadie existían.
Acumulan caricias que entregarán dentro de mucho
… o quizás ya no, si la suerte anda de malas.

Se vuelven lobos en la soledad,
aúllan en cuatro patas a la luna y compran su amor,
no importa que dure sólo una noche.
Se abrazan las rodillas y lloran a las paredes sordas.

Fuman para justificar el fuego que les arde el pecho.
Son ausentes que se vuelven la cara a las manos agrietadas
y frotan contra sus mejillas resecas la sal amarga.

Encorvan la espalda y caminan mirando al suelo,
como buscando sombras bajo su sombra descolorida.

Reúnense unos con otros
y rastrean entre recuerdos el perfume de los suyos,
pero su nariz no alcanza más que la espuma de la cerveza
traicionera, que vuelve a hidratar la herida.
Rezan oraciones que se rompen al despegarse de sus labios.

Los ausentes son la luz del rayo ahogado en la espesa lluvia,
un segundo en el tiempo brillando tenue en medio de dos cielos,
sólo un impulso eléctrico de la mente, sólo la caricia al vacío.

Los ausentes son como leyendas, están muertos para quienes los amaron
y sin embargo, viven para amarse a sí mismos.

¡Ay! de Juan que vuelve con la cola entre las patas
y encuentra su casa vacía.

¡Ay! de Antonia, la mujer abandonada que lame el sexo de uno igual a ella,
tan solitario que supo callar sus suspiros en tardes de chismes y manos discretas bajo la falda.

Los ausentes son la sonrisa mordida de la droga de labios azules.
Son los que nunca vuelven, los que maduran en la distancia,
los que son bocado del tiempo, y cicatriz
del pasado funesto del que nunca pudieron librarse.